Este es un pequeño cuento que escribí hace unos 3 o 4 años. Hay detalles que no acaban de convencerme, pero hace un rato lo leí y me entretuve. No me acordaba mucho de él y sentí como si el que lo escribió fuese otro. Es raro cuando pasa eso.
Se limpió la frente llena de transpiración fría con el chaleco azul. Pero, lo único que logró fue pegotearla con la sangre que destilaba de toda su ropa. El miedo lo invadía todo: el piso de concreto, las murallas pintadas
con cal, incluso el cielo lleno de nubes negras, a punto de largarse a llover.
Ya no pensaba más, ya no quería escuchar los gritos, las súplicas que decían que ya nunca más lo volvería a hacer. Ahora sólo estaba concentrado en su oscuro trabajo y no quedaban fuerzas para pedir perdón. La sierra desgarraba la carne y los músculos. La sangre se esparcía por el cemento y éste hacía gorgoritos mientras la succionaba gustoso. Recordaba una disectación que tuvo que hacer en el liceo una vez, cuando tenía quince años: el conejo y su cara inocente, el cloroformo, los pelos plomos pegoteados de rojo, el bisturí y la cara de asco de sus compañeras. Ahora era lo mismo, sólo que el conejo era la mujer que más amó en el mundo, la que le robó el corazón y que lo volvió loco de dolor cuando lo abandonó.
A medida que cortaba piel, carne y grasa, iba amontonando los trozos sobre las páginas sueltas de un diario. No había nadie más, sólo el gato amarillo de su madre lo miraba y trataba de robar un pedazo de su amada. Empezó a llorar otra vez, la pena se confundía con la desesperación, se transformaba en rabia y la sierra se enterraba más y más en su propio corazón. Trataba de recordar, de ordenar las imágenes, de establecer un orden que explicara cómo llegó a suceder lo que sucedió. Pero no podía.
Ahora, daba lo mismo.
Ahora, no importaba si era verdad todo lo que le dijeron de Jimena: que tenía un amante, que lo iba a dejar en cualquier momento, que nunca le interesó de verdad, que nunca lo amó.
Ahora nadie querría escuchar que él nunca lo creyó, que sabía que sus besos y sus caricias no podrían haber sido falsas, que si no lo hubiesen molestado tanto y de forma tan cruel él nunca la hubiese tocado de esa forma… Ahora, había que esconder todo, limpiar los rastros, borrar sus huellas y hacer que el cuerpo de Jimena desapareciera del mundo.
Cuando terminó de cortarlo, fue depositando los trozos de carne en bolsas de supermercado, incluyendo la cabeza. Aún no tenía claro cómo iba deshacerse de ellos, pero intuía que de esta forma sería mucho más sencillo. No los iba a enterrar: No tenía pala, no tenía cal como había visto que se usaba en las películas. Ni siquiera, tenía un patio seguro donde trabajar sin que las miradas morbosas, copuchentas y ahora incluso mortales, de los vecinos lo dejaran en paz.
Su compañera de cama, sus olores, sus propios fluidos y el amor que le diera hasta hace unas horas, estaban ahora repartidos en trece bolsas blancas con letras azules. Las dejó de dos en dos en la cocina, y luego se dedicó a limpiar el piso del patio y del pasillo que daba a la cocina para borrar la presencia de litros de sangre coagulada y para espantar a las moscas que ya iniciaban su epiléptico festín.
Se metió a la ducha con ropa y todo. El agua tibia lo calmaba y despega las costras pegajosas de su cuerpo. Cerró la llave, se sacó la ropa mojada y fue a su cuarto. Se volvió a vestir con ropa seca.
De pronto, sintió ruidos en la puerta exterior de la casa y sintió que caía a un agujero profundo y oscuro. Le sobrevino un calor húmedo, y las piernas le flaquearon. Es el fin, ya todo está perdido, que bueno que es así, llévenme a la cárcel, mátenme, lo merezco. Pero de inmediato, sin que esos pensamientos llegaran siquiera a ser percibidos por su entendimiento, surgieron otros aún más urgentes y primitivos.
Mientras escuchaba que los pasos se acercaban a la puerta de entrada, corrió desesperadamente acarreando las bolsas hasta su dormitorio, para esconderlas en su armario: Dos, cuatro, seis, ocho… Una llave es introducida en la puerta. Diez.
- ¿Estás en casa, hijo?
Doce, no hay tiempo para más.
- Que bueno que estás acá, porque tengo que contarte algo. Pero, qué te pasa mi amor, ¿estás enfermo? Estas muy pálido.
- No, no me pasa nada mamá.
- ¿Está seguro, mi lindo?. Mira que tienes una pinta desastrosa, peor que si hubieses visto a un muerto.
- Estoy bien, mamá. Ya le dije.
Ella se dirige a la cocina, y él sólo piensa en el fin, en lo difícil que será aceptar el desprecio del mundo, el desprecio de su familia, el desprecio de su madre, el desprecio y el asco propio. Ese ya no lo abandona.
La decimotercera bolsa está en la mesa de la cocina, acusándolo, gritando y gimiendo. Ella la ve, se acerca, la toma, observa su contenido, lo huele.
- ¿Qué es esto, Ernesto?
Sólo silencio.
- Esto no es carne de vacuno, ni de bovino. ¡Dime, qué es Ernesto!
Su cuerpo es un tiritar, una gelatina, un estropajo, una culpa, un cuerpo sin voz ni alma. Si ella lo viera, podría leer todo lo ocurrido en sus ojos.
- No me digas que es carne de alpaco, esa que prometiste que ibas a traer de tu viaje al campo a ver al loco de Agustín… Ernesto, ¡te estoy hablando!
- Si, mamá. Eso es. Carne de alpaco. La traje de la parcela del tío, anoche.
- Qué bueno, porque en esta casa estamos cada día peor, no hay para cocinar. Tu papá cada día más inconsciente. Prepara una ensalada, mientras yo hago algo con esta carne.
Silencio
- Si, mamá.
Ahora hay que lavar la lechuga, pelar y picar el tomate. Ahora hay que ponerle aceite de oliva y sal. Ahora hay que poner la mesa. Ahora hay que callar y comer. Eso ahora, después vendrá lo demás…